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Qué orgullo de Barcelona

April 22, 2014

«En este país nuestro tan civilizado, del que tomaré como muestra Barcelona, esta ciudad nuestra tan moderna, tan arquitectónicamente fotografiada, tan diseñadoramente difundida en todo el mundo, tan bendecida por el Papa en sus viajes gaudinianos, ocurren fenómenos de extorsión propios de épocas casi medievales en las que imperaban la crueldad y la explotación más salvajes. En esta ciudad cuyos representantes institucionales y culturales se llenan la boca, y las urnas, hablando de multiculturalidad, de mezcla de etnias, de convivencia de culturas y religiones distintas, hay ciudadanos que presumen de no bajar jamás más allá de la plaza de Cataluña, es decir, el centro, y no pisar Las Ramblas, ni Ciutat Vella ni el Raval (parte vieja), e incluso hay taxistas que arrugan el morro cuando se les pide que te dejen en esa zona (a decir verdad, ahora, con la crisis, se conforman con dirigir al cliente a donde sea). “No es por racismo, que conste; pero la gentuza que vive allí no va en taxi y, cuando la deje a usted, ¿quién me coge? Vaya usted alerta con el bolso. Ya veo que no lleva joyas, menos mal.” ¿Le digo la verdad, que las tres veces en que he sido objeto de atraco, el susto me lo he llevado en la parte alta de Barcelona, donde para el taxista debe de ser zona de ricos? Se lo digo, pero añado: “Supongo que es normal que, en la parte alta, con avenidas y calles por las que apenas pasa un alma, se atraque más que por aquí abajo, donde no cabe un alma.” “¿Almas aquí, señora? ¡Serán almas por bautizar! ¿No ve que sólo hay moros, negros y sudamericanos? Un cliente asiduo, que tiene pisos de propiedad por El Raval, me ha contado que si fueran cristianos no podrían vivir como viven.” Me mira por el espejo retrovisor. “¿Es usted rica?” Ojalá. “No tiene mucha pinta, con perdón, pero como me ha pillado en la Diagonal. Creí que era usted como el cliente del que le hablo, una persona pudiente con pisos alquilados, y que va usted a cobrar el alquiler… Él no va, por supuesto, es un alto ejecutivo.” ¿Inmobiliaria? “No, qué va. Él gana la pasta con la industria farmacéutica, que no falla, oiga, enfermos los hay siempre, a patadas. Gana pasta gansa […] e invierte en pisos. Medio Raval es suyo; eso sí, él no pone los pies en esas calles de mierda y pieles oscuras. Es un señor. Dos clientes más como él, y me jubilaría en poco tiempo. Un gran inversor.”

No sé qué entenderá el taxista por “gran inversor”. Sí sé de las inversiones llevadas a cabo por ciudadanos económicamente pudientes en El Raval y Ciutat Vella aprovechándose del problema de la vivienda en estas zonas. […] Esa gente compra […] pisitos y los alquila, claro. Pero no los alquila al uso tradicional. Generalmente, los alquilan a algún inmigrante con papeles, en situación legal, que se encarga de llenarles la casa […] con inmigrantes sin papeles. […] Con decenas de personas. Con una familia por habitación. Familias ilegales que no pueden protestar ni por las condiciones en las que viven, ni por los abusivos precios que les cobran. Porque “el señor” o “la señora” que “no baja más allá de la plaza de Cataluña” saca, por lo menos, cuatro o cinco mil euros al mes (de los que hay que restar la pequeña comisión que le entrega al inmigrante con papeles que hace de tapadera y figura como inquilino oficial de la vivienda) y en dinerillo negro. […]

El negocio da pie a situaciones de juzgado de guardia. Un profesor de instituto, un alma de Dios de las que ya van quedando pocas, me refería hace poco un hecho que le había impactado de veras hasta el extremo de acudir a varias asociaciones de carácter social y humanitario para intentar denunciarlo o, al menos, desahogarse. Profesor de un instituto cercano a Ciutat Vella, […] por su cuenta y riesgo, y a horas no docentes, ha organizado una pequeña biblioteca para sus alumnos, a quienes lleva al cine, al teatro, a los museos, a charlas, etc. Entre el grupo de alumnos que, voluntariamente, solían participar de estas actividades extraacadémicas, el profesor sentía especial interés por un chiquillo de doce años, de familia sudamericana, dotado de una inteligencia descollante y de una voluntad de aprendizaje inquebrantables. Al advertir que el chico llevaba dos semanas sin asistir a clase, y enterado de que estaba enfermo, el profesor decidió hacerle una visita y llevarle un par de libros para que se distrajera. Cuál no sería su sorpresa cuando, al llegar a la Rambla del Raval, […] divisó a lo lejos la figura de su alumno. El alma se le cayó a los pies: ¿otro engaño? […] Pero, al acercarse al chico, la sorpresa no se trocó en decepción sino en escándalo: el chico ardía debido a la fiebre. ¿Qué hacía, a media tarde, por la calle, pálido, ojeroso, sin apenas poder sostenerse en pie? “Sólo tenemos derecho a ocupar la habitación por la mañana; por la tarde la ocupa otra familia. Estoy haciendo tiempo a que me toque el turno”, explicó el muchacho.»

(Ana María Moix, Manifiesto personal, Ediciones B, 2011, págs. 200-207)