Hubo un tiempo en que la moral católica imponía a cualquier mujer que aspirase a ser llamada decente llegar al matrimonio casta y pura, y a cualquier marido que se preciase de respetar a la madre de sus hijos, no manifestar en la intimidad de la alcoba según qué deseos impropios de un caballero cristiano. Con este panorama, es de suponer que la satisfacción íntima y la felicidad conyugal eran delicias al alcance de muy pocos. Por suerte para ellos (que no para ellas, pues la igualdad de sexos no estaba en boga), los caballeros siempre podían recurrir a las relaciones extramaritales o a las prostitutas (esos seres tan indispensables en el espacio privado como indeseables y estigmatizados en el ámbito público).
En el siglo XIX, el teatro del Liceu de Barcelona fue uno de los escaparates de esta doble moral, con encuentros furtivos en la oscuridad de los palcos y hasta funciones en que las amantes sustituían a las esposas como acompañantes de los grandes burgueses.
—Me enterado de que tienes una amante —se dice que le espetó una dama de la alta sociedad a su marido, una noche, en su palco del Liceu.
—Pero, mujer, has de ser comprensiva. Bien sabes cuántos trabajos me está haciendo pasar últimamente la competencia. Rafeques compró un carruaje nuevo y no tuve más remedio que adquirir otro más lujoso. Luego se construyó una casita en la costa y me obligó a buscar una casona deprisa y corriendo. Ahora que se ha echado una querida, ¿qué podía hacer yo? Mira, toma los prismáticos, la de Rafeques es la rubia de la cuarta fila con el vestido azul, la mía es la morena con la gargantilla de coral que está detrás…
—Mmmmmm, ya veo, ya veo…, ¿y sabes qué te digo?, ¡que me gusta más la nuestra!
¡Ah, las hipocresías del pasado! Por fortuna, hoy ya no somos así. ¿O tal vez sí? Dicen que quien no ha visitado una ciudad de noche no la conoce de verdad. El que no haya paseado por la Rambla y el Raval a ciertas horas no sabe nada todavía de la Barcelona que no quiere salir en los folletos turísticos.